Venus recibe otra iniciación
después de quitarse la corona.
El viejo maestro Quirón aún tiene algo que mostrarle, tras haber hecho círculo con la Luna.
—He venido a devolverte lo que un día enterraste para poder sobrevivir —dice Quirón con voz de fuego sin estridencia.
La diosa se estremece.
No por miedo, sino por reconocimiento.
Quirón destapa con suavidad memorias antiguas del corazón de la flor.
Se hace visible la herida del amor instintivo:
el que no supo esperar,
el que se encendió sin aprender a cuidarse.
No es un dolor nuevo,
pero sí uno que arde más cerca del hueso:
el de haber amado sin ser vista,
el de haber querido desde la urgencia de protegerse,
el de haber dicho “sí” sin poder sostener un “no”.
La diosa del amor se arrodilla ante su propio temblor
y Quirón le susurra:
—Lo que tanto te dolió… era tu iniciación.
—¿Y si no era debilidad?
—¿Y si lo que arde en ti es la llave del fuego sagrado?
—Esta llave es para ti —dice Quirón.
Está forjada en cobre y hueso lunar,
tallada con lágrimas antiguas,
con batallas que nunca se contaron,
con la delicadeza de lo que dolió y no quebró,
y con el oro secreto de la ternura que sobrevive.
Venus la recibe con estremecimiento,
porque sabe que al usarla,
nada será como antes.
Esa llave abre un cofre sellado en los pliegues del alma:
el cofre de la visión.
El que le espera con Júpiter —el gran revelador— al otro lado, con los ojos brillando.
Lo que hay dentro no es un mapa ni una promesa.
Es una nueva manera de ver.
Una comprensión vasta y dulce que reconfigura todo el viaje.
Cuando Venus gire la cerradura,
entenderá que su herida no era el fin,
sino la puerta.
Y que su ternura,
asumida sin vergüenza,
es ahora el código de acceso
a una vida más verdadera.
Marte aparece como testigo encendido,
con el fuego de la presencia.
Después de haber atravesado su propio abismo,
ya no corre: ahora guía.
Su flecha ha sido afinada por la verdad del tiempo,
la sombra y el fuego.
Y ahora le extiende la mano a Venus.
No para salvarla.
Para honrarla.
A reverenciarse ante esa herida abierta
como lo que siempre fue: un portal.
Y Venus, que antes se ocultaba o luchaba,
ahora se enciende en ternura.
Una ternura de fuego.
No la que pide ser protegida,
sino la que se sabe invulnerable
desde su honestidad.
Una vulnerabilidad que ya no se disculpa,
simplemente arde con belleza.
Se abre un pasaje de posibilidad:
reescribir la alquimia del deseo.
No desde la necesidad,
sino desde la creación compartida.
No desde la reacción,
sino desde la conciencia encarnada.
El fuego entre ellos no destruye.
Transfigura.
Y en esa danza,
el corazón sigue siendo brújula.
Hermes traduce lo inefable.
El Sol lo ilumina.
Y Zeus alza la antorcha visionaria.
Es como si el cielo nos regalara unas gafas nuevas, limpias de juicio,
para mirar el eterno baile de Venus y Marte —no solo allá arriba, sino dentro de nosotras.
Como si la experiencia ganara sentido,
no por evitar la herida,
sino por haberla recorrido con el alma despierta.
Venus y Marte son nuestros amantes internos.
Y este momento los hace más aliados que nunca.
Como guardianes que deben encarnar el fuego sin que se apague.
Para que la palabra una y no divida.
Para que el amor propio dirija con claridad.
Si se reactivan memorias
o miedos al rechazo o a la exposición…
Detente.
Mira.
Hay una escena sagrada
recreándose en el cielo y dentro de ti.
Es el deseo de la reconciliación con la herida.
Es la belleza que nace de lo que dolía.
Este es el momento en que la danza —tu danza— se convierte en el acto de amor que vino a recordarte quién eres.
Y cuando la llave gire,
una música antigua sonará dentro del pecho,
recordándote que lo verdadero
jamás se pierde:
solo espera su tiempo.
𓁿
*Este texto contiene fragmentos del libro Bajo la piel del silencio, el cual acabo de terminar. Busco lectoras que deseen sumergirse en sus páginas y ofrecer su mirada como espejo, mientras empiezo con la gestión de la edición.